Lo he sabido desde el preciso momento en que he abierto los ojos esta mañana y he respirado el ambiente que envolvía mi habitación. Daba igual a lo que oliera, porque no olía a ti. Mis sábanas, mi piel, mi boca, no tienen tu aroma.
El paso de las horas ha logrado que tu ausencia se haya hecho más presente aún. Y es que me he acostumbrado a que intentes hacerme cosquillas sin cesar, viendo después tu cara de decepción por no conseguirlo. Me he acostumbrado a tus brazos rodeándome, al calor que me proporcionas. A la ternura con la que secas mis lágrimas y a tus besos en la punta de la nariz. Que me he acostumbrado a que te rías de mi inocencia, trates de hacerme enfurruñar y que te encante lograrlo.
Que soy un animal que, al fin y al cabo, se acostumbra a las cosas buenas de la vida. Pero tengo miedo, y esa es otra costumbre, aunque no de las buenas. Miedo a que esto no progrese, a que nos estanquemos y un día todo haya desaparecido. Porque tú eres capaz de lo mejor y de lo peor, y yo ya he arriesgado tanto en esta vida que me siento vulnerable y frágil cuando no me encuentro segura. Y tú, a día de hoy, eres muchas cosas, pero no una cosa segura.
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